La primera vez que Jenara González apareció en los periódicos, si hubiera sabido leer, habría comprobado con estupor que toda la comarca de Cervera ya sabía que la leche de vaca que vendía estaba adulterada. La broma (estafa, más bien) le costó quince pesetas de las de 1904. Cuando su nombre regresó de nuevo a la primera página del periódico, tampoco lo pudo leer. Fue el 27 de septiembre de 1916 y para entonces, además de un par de balas, tenía un metro y medio de tierra sobre la cabeza. A su lado, también con el cráneo agujereado, descansaba su hijastra, Pilar Jiménez. El asesino no les saludó…
Tercero entre los pecados capitales, la avaricia es una culpa de excesos, una obsesión en la que el afán desmedido por lo material cortocircuita conexiones neuronales, distorsiona la realidad y configurar un escenario paralelo en el que todo vale, en el que todo está justificado para satisfacer una pulsión conceptualmente inalcanzable: la avaricia no entiende de límites. Además, puedes ser un poco imbécil, que es lo que era (así se definía), Marcelino Jiménez. Entre él y su futuro suegro, Manuel Soria el ‘Melenas’, un charlatán manipulador de primer nivel que de imbécil lo justo, dispararon a su madrastra y ejecutaron a su hermana mientras dormían en un jergón de su casa de Gutur (Aguilar del Río Alhama). Para cerciorarse de que las balas habían hecho su labor, les arrearon con un tablón hasta ver que no había reacción. 100 pesetas de las de entonces tuvieron la culpa. A 50 pesetas el cadáver. La vida nunca cotiza demasiado.

Hoy, Gutur es poco más que un puñado de casas (más tumbadas que en pie) a unos kilómetros de Aguilar. Hace un siglo, la cosa tampoco era muy distinta, salvo por el detalle de que las casas sí estaban habitadas. Y allí vivían Juan Jiménez, ‘Juanera’, con su (segunda) mujer, Jenara González, y sus dos hijos, Marcelino y Pilar. No les iba mal la cosa y, decían las crónicas entonces, era una de las familias más potentadas de la aldea. Tanto que cuando a ‘Juanera’ le metieron en una caja de pino, dejó bajo el colchón 40.000 pesetas. Eso fue apenas medio año antes de que Marcelino se dejara convencer por su futuro suegro para cobrar la herencia íntegra por la vía rápida.
Al día siguiente, la Guardia Civil detenía a Marcelino, al pastor y al ‘Melenas’. El segundo quedó libre, el tercero también, porque fue capaz, incluso, de convencer a Marcelino que lo mejor para todos era que solo le condenaran a él. Y a él, un mandado, le pareció bien hasta que vio que se iba a comer todo el pastel. Y entre que se desdijo y que el personal se dio cuenta de que de puro imbécil jamás podría haber planeado el solo los crímenes, acabó en la prisión.

Porque Marcelino debía ser tan imbécil como ávaro el ‘Melenas’, que para cuando lo de los tiros llevaba ya un tiempo encelado con la herencia del yerno. Vamos, que se juntaron el hambre con las ganas de comer y el segundo le calentó tanto la cabeza a primero que al final entró en ebullición. Fue en una madrugada de septiembre, pero el crimen se había ido macerando desde la muerte de ‘Juanera’.
Cuando su padre salió de casa con los pies por delante, Marcelino, que no valía para mucho más, se quedó a cargo de las fincas familiares. Lo hacía lo comido por lo servido, sin jornales de por medio… hasta que el ‘Melenas’ y su hija, enamorada no se sabe bien si del imbécil o de su herencia, le dijo que ella quería en su lecho alguien más digno, un «señorito».
Primero convencieron a la madrastra para que le pagara una peseta diaria por su labor en el campo y después hicieron lo mismo con Marcelino para que probara suerte en el trato de ganado, oficio, ese sí, más digno a ojos de la querida. Pero como nunca tuvo muchas luces (o se le apagaron demasiado pronto) su primera y última experiencia en el trato fue un absoluto fracaso. Fue a la feria de ganado de Soria, arregló un par de compras y se acabó llevando a Gutur un par de caballerías que no valían ni para hacer caldo. No volvió.
Pero la sentencia de muerte de las dos mujeres se rubricó cuando Jenara le prestó 500 pesetas al ‘Melenas’. Dicen que fue hasta la casa de Manuel Soria con un fajo de billetes de 100 pesetas y le entregó cinco. Pero cuando regresó a Gutur, Jenara se percató de que le faltaba uno así que desanduvo el camino andado y volvió a preguntar si alguien lo había visto. Nadie supo darle cuenta de él. En ese momento algo se cortocircuitó en la cabeza de Manuel. Debió pensar que sería buena idea borrar del mapa a las dos barreras que separaban a su yerno de la herencia. A Marcelino ya lo manejaría él a su antojo.
En la noche del crimen, Marcelino fue a visitar a la que tendría que haber sido su mujer y su suegro le puso la cabeza como un tambor: que si fíjate; que si va a pensar que me he quedado yo las cien pesetas; que si lo mismo me denuncia; que quizá lo mejor sea reventarle la cabeza con la pistola esa que me has regalado… Y dicho y hecho.
¿Qué pasó realmente? Nadie lo sabe, aunque el jurado se creyó, más o menos, la versión de Marcelino. Debieron pensar que de puro imbécil, no tendría capacidad ni para mentir ni para construir una película tan alambicada como la que narró en el tribunal. O quizá lo que les convenció fue que la coartada de Manuel (que se limitó a decir que se fue pronto a la cama y se despertó tarde) era más endeble que las patitas de un jilguero.
Marcelino siempre aseguró que hasta en tres ocasiones trató de convencerle a su futuro suegro de que aquello era una mala idea, pero que no hubo manera. Que fue «medio arrastrado», que tenía «un poco [más de lo habitual] trastornada» la cabeza por el vino que había tomado esa noche y que no encontró el momento de poner tierra de por medio en el camino hasta Gutur. Sea como fuere, el caso es que Marcelino y Manuel llegaron de madrugada a la casa en la que dormían, en el mismo lecho, Jenera y Pilar. Se apearon de las caballerías a una distancia prudencial para que los perros no ladrasen demasiado y, a pie, llegaron hasta la puerta de la vivienda. Uno de los dos, o ambos, subió hasta el dormitorio y descargó el revolver contra los dos cuerpos. Dos tiros para Jenara y otros dos para Pilar. Después, una ración de golpes para asegurarse del éxito de la operación y vuelta a Aguilar.
«Cuando tuve que rematar a la Pilar con ‘la amuga de la basta’ me dio mucho furor. Cuando caía el golpe en blando me parecía que vareaba la lana de un colchón, saltaba la sangre y más me enfurecía», decía Marcelino. «Me dio rabia que chillara y más palos la fui atizando hasta que se estuvo quieta y callada. Pilar era mi hermana pero yo no me hacía con ella, porque daba siempre la razón a madre, y Jenara no me entendía… Cuando marchamos, dejamos las paredes de la habitación todas ensangrentadas y las ropas las quemamos en el horno de la casa. Nunca creí que fuese a matarlas así. Te pones a matar y te enardeces, es cierto», llegó a declarar.

Pensaron que nadie había visto nada, pero al día siguiente el personal comenzó a atar cabos. Sobre todo el puñado de vecinos que a última hora de la tarde se afanaban por extinguir las llamas de un puñado de estiércol cerca del camino de Gutur. Tampoco recordaron que en la casa dormía una tercera persona: el pastor, que acabó siendo la clave para resolver el crimen. Vio subir a dos hombres a la casa, identificó a Marcelino y escuchó los disparos. Luego se escondió presa del miedo y no vio salir a nadie más.
La Audiencia Provincial invitó a los dos a visitar el patíbulo con sendas penas de muerte pero, como recordaba Luis Saenz Gamarra en Mala Vida los rumores de la época decían que los dos esquivaron la condena y que el ‘Melenas’ dejó de comer caliente (y frío) cuando le cayó encima una bomba en la Guerra Civil en Madrid, donde vivía. Doce años más tarde, volvió ‘el Marcelino’ por la comarca. Le faltaba una pierna. Llegó pidiendo limosna a Gutur y fue visto, incluso, en la casa del crimen. La segunda máxima de todo buen asesino: la primera, saludar; la segunda, volver a la escena del crimen.



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