Estrangulada a la hora el almuerzo

Las crónicas criminales y judiciales más añejas acostumbran a construir un agradable sabor de boca. No tanto por los hechos (los textos eran descarnados hasta el punto de que prácticamente salpicaban al lector) como por ese lenguaje alambicado del relato, repleto de términos que delatan su edad y generosos en los detalles más morbosos. 

A finales del siglo XIX se mataba más. Eran tiempos violentos en los que navajas, pistolas y escopetas se convertían en el mejor de los argumentos para zanjar discusiones. Por la vía rápida y sin opción de réplica. Tiempos en los que una mirada mal interpretada o negar el almuerzo a un par de paisanos te podía costar la vida. 

Le pasó, en Villoslada de Cameros, a María Martinez… Mujer de carnes enjutas y poca cosa según describen las crónicas de la época, mandó al carajo a Vicente Alcolea Bazo y a Braulio Saez Muro cuando le pidieron a voces algo para almorzar o un real. Cierto es que tampoco habría salvado el pellejo si les hubiera llenado la panza. Su certificado de defunción se rubricó la tarde anterior en una carbonera en mitad del monte. Allí, decidieron reservarle una lápida en el cementerio municipal. 

Aquel 19 de marzo de 1888, explicaron durante el juicio, Villoslada se despertó cubierto de nieve. Era la víspera del inicio de una primavera que María nunca vería. De hecho, aquella mañana perdió el tiempo preparando un almuerzo que se quedaría en los fogones.

Pero todo comenzó en la tarde anterior. Si nos hubiéramos dado un paseo por el monte habríamos encontrado a Vicente y Braulio matando las horas vigilando una carbonera. Quizá fue el vino; quizá, la apatía; quizá, esa dosis de maldad intrínseca del ser humano;  o quizá, un ‘a que no hay huevos’ actual formulado con aquel lenguaje tan particular de la época en el que quien no era señor era tío. Hubo incluso quien trató de achacarlos a los humos de la carbonera… Sea como fuere, lo cierto es que les pareció una buena idea ir a casa de María, robarle y despacharla al otro barrio. 

Ellos lo negaron, pero el Fiscal no tuvo dudas. Dijo que cuando llegaron a la casa le gritaron que el o el almuerzo o un real, que María los mandó a paseo, que entraron en la casa, se abalanzaron sobre ella cuando llenaba una cesta de patatas y la estrangularon “produciéndole la muerte instantánea por la presión ejercida sobre las manos sobre la garganta”. Después, por si acaso, le echaron cal en el rostro, registraron la casa y se llevaron un botín de 2 pesetas (algo menos de 300 de los actuales euros, inflación mediante). 

Qué menos que la pena de muerte, dijo el fiscal. 

Pero, ¿quién la mató? Vicente Alcolea dijo que fue Braulio, que la idea era robar, no matar, pero que Vicente se vino arriba. Luego se justificó: le explicó al fiscal que él tenía cierta tendencia al delito, que, fíjese señoría, sumaba nueve condenas por robo y que, en el fondo, no era su culpa, sino una desafortunada herencia genética: en su familia había antecedentes de ataques epilépticos y perlesías (privación o disminución del movimiento de partes del cuerpo, según la RAE) y que eso, como usted sabrá señor juez, le conducía inexorablemente al delito. Así que ni hablar de la pena de muerte, que él estaría mucho mejor en un manicomio. Por lo menos, algo más vivo. 

Braulio, lo negó todo: ni estuvo con Vicente en la carbonera, ni acordaron robar y matar a nadie, ni se levantó antes de las 11 (para cuando María ya tenía billete para el purgatorio), ni salió de casa hasta las 13 horas. Además, debió ser el último vecino de Villoslada en enterarse del crimen. A las 18 horas. 

La baza de la tara mental no le salió bien a Vicente. “¿Es imbécil?”, preguntó un abogado: En absoluto, dijo el médico. Los imbéciles tienen “prominencias en el cráneo, la mirada triste, el rostro sin expresión, lo que no concurre” en el acusado que “raciocina bien, forma juicios y enlaza hechos, operaciones mentales incapaces de practicar los imbéciles”. 

Los testigos tampoco les ayudaron demasiado. Varios fueron los que aseguraron haberles visto rondar por la casa de María. Una de ellas, incluso vio a la víctima, ya muerta, tirada sobre un montón de patatas, pero no le pareció nada raro y regresó a su casa con total normalidad. Horas después se le activó la neurona y fue a dar aviso a quien se avisa cuando te encuentras un cadáver: al cura.

Después de tres días de juicio, Braulio fue absuelto. Se creyeron una coartada que solo avaló su madre, lo suficiente como para evitar pasarse la vida entera de cárcel en cárcel o para que le rebanaran el pescuezo. Vicente, después de haber confesado, lo tenía crudo y fue condenado a cadena perpetua. 

Aún hubo de salir en otra ocasión en los periódicos de la época cuando, como pasa en los dibujos animados, intentó escapar de la cárcel cortando los barrotes de la celda. Quizá tenía razón. Quizá esa herencia genética le condenaba a hacer el mal.

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Desvelando las sombras de La Rioja a través de su crónica negra.

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1888 Villoslada de Cameros